martes, 12 de agosto de 2008

Editorial revista grain Mas claro agua

Apenas en marzo pasado, un tanto tarde, la Organización de Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) y otros organismos internacionales comenzaron a divulgar la existencia de una crisis alimentaria mundial. Pero los precios de los alimentos —lácteos, carne y en especial cereales— se dispararon sin control todo 2007. La gente intentó gestionar la crisis y se apretó el cinturón hasta que no tuvo otra que salir a las calles a exigirle medidas a sus gobiernos. A principios de 2008 estallaron revueltas populares en unos cuarenta países. Las élites políticas del mundo se amedrentaron.
Sabemos cuales son las causas de tal crisis (entre ellas que el comercio de alimentos está sometido a especulación extrema). Unos intentamos entender el momento y a otros no les conviene entender. La crisis alimentaria se expande. Habrá cien millones de nuevos hambrientos. Hay gobiernos que se pelean por encontrar o manejar reservas de granos. Hay riesgo de una crisis mundial más extrema y dramática.
En respuesta, los sacerdotes del Banco Mundial, de la Organización Mundial de Comercio y del Fondo Monetario Internacional, los directorios de las empresas y la mayoría de los gobiernos y sus equipos asesores nos proponen continuar por el camino de la industrialización de la agricultura, la liberalización del comercio y la inversión mientras, casi en secreto y poco a poco, declaran ilegales los métodos, prácticas y relaciones agrícolas que hicieron posible producir comida durante los pasados 10 mil años. Además, prosiguen la apropiación de más y más territorios con sus tierras y sus aguas, rompen los equilibrios, devastan zonas enteras (lo que dificulta aún más que la gente asuma la solución en sus manos) y expulsan más personas a los cinturones urbanos de miseria y hambre. Es tiempo de un cambio profundo que nos saque de la crisis alimentaria y del nudo enorme de crisis que padecemos por la globalización neoliberal: cambio climático, devastación general (biológica y social), marginación extrema, privatización de los ámbitos comunes, expulsión del campo, urbanización salvaje, delincuencia como opción desesperada.
Ya no confiamos en todos aquellos de la clase política, tecnócratas del aparato público o empresarial, científicos y extensionistas que se pliegan felices a los especuladores y empresarios que nos han llevado al desastre actual. Ellos van creando un doble hoyo negro: un vacío político (porque los gobiernos se empeñan en reducir todo lo relacionado con el interés público) y una farsa de mercado.
No hay ni de lejos la pretensión de construir un sistema alimentario más sustentable y equitativo. Sólo buscan continuar con el negocio mediante más liberalización comercial, más agrotóxicos, más transgénicos y más endeudamiento. Es tabú reformular las reglas del sistema financiero o poner coto a los especuladores. Los funcionarios del Programa Mundial de Alimentos y de la FAO llegan al colmo de proponer y pactar (a coro histérico con las fundaciones Gates y Rockefeller), otra Revolución Verde siendo que las estrategias de su primera versión fueron desastrosas.
La confianza en el mercado se hizo trizas. Pero la élite política y la élite comercial prefieren no enterarse. El año pasado en Tailandia la gente ganaba unos 300 dólares por tonelada de arroz entregada a los molinos y hoy perciben unos 296 dólares. pero ¡se triplicó el precio que pagan los consumidores por ese arroz!
El dólar estadounidense (aún moneda internacional para el comercio de alimentos) se viene a pique mientras el precio del petróleo (del cual depende la producción industrial de alimentos) está por las nubes. Algunos gobiernos comienzan a sacar alimentos del mercado pues ya no confían en el modo en que se valúan en el mercado internacional. El gobierno de Malasia, por ejemplo, anunció su disposición a intercambiar aceite de palma por arroz con cualquier país que quisiera cerrar el trato. En otros países se empieza a prohibir la exportación de alimentos.
Enfrentados a la insolvencia de ideas y sistemas, no hay otro camino creíble que reconstruir desde los cimientos y emprender cambios radicales. En lo ideal, los campesinos, los indígenas, responsables de cuidar semillas, relaciones y procesos que hoy todavía permiten producir la mayor parte de los alimentos consumidos en todo el mundo, deberían ser quienes fijen el rumbo.
Son ellos quienes tienen propuestas no sólo para remontar la crisis sino para que haya un futuro. Pero es necesario que las instituciones financieras internacionales y los organismos mundiales de desarrollo dejen de tener el poder que detentan actualmente.
Muchos grupos y organizaciones locales, nacionales e internacionales de diversos estratos sociales, rurales y urbanos, ya nos exhortan enérgicamente a renovar estrategias, buscar soluciones, recuperar saberes y tradiciones, emprender relaciones diferentes entre nosotros y con la naturaleza. Resaltan tres ejes cruciales interrelacionados: tierra, mercados y la agricultura misma.
Es central el acceso de los campesinos a la tierra. Por todo el mundo, los gobiernos y las empresas insisten en el círculo vicioso de la agricultura de plantaciones en gran escala, que desplaza campesinos y desmantela su producción local de alimentos, impone un modelo agrícola orientado a exportar que crece la dependencia de las importaciones lo que mina el resto de los sistemas de producción alimentaria que urgen para salir del atolladero.
Con el aumento de precios de los productos básicos de exportación y el nuevo mercado de agrocombustibles, la especulación y la apropiación de tierras crece muy rápido.
Apropiarse tierras se vuelve oficial: Japón compró 12 millones de hectáreas en el sudeste asiático, China y América Latina, para producir alimentos destinados a Japón, lo que significa que sus cultivos en el extranjero tienen ahora el triple
de espacio que en su propio territorio. Libia arrendó 200 mil hectáreas de tierras de cultivo en Ucrania para atender sus propias necesidades de alimentos y los Emiratos Árabes Unidos están comprando tierras en Paquistán con el apoyo del Islamabad. Filipinas firmó acuerdos con Pekín para permitir que empresas chinas arrendaran tierras y produjeran arroz y maíz con destino a China, lo que desencadenó una enorme protesta nacional. Las empresas chinas también adquirien derechos sobre tierras productivas en toda África y otras partes del mundo. La compra de tierras para producir alimentos que se “exportarán” a China, se convierte ya en política central y oficial del gobierno de Pekín.
La tierra [y hoy con mayor visión panorámica el territorio] siempre ha sido una demanda central de los campesinos, los pescadores tradicionales, los trabajadores rurales y los pueblos indígenas. Emprender una reforma agraria radical es una de las medidas más urgentes para que la gente pueda tener la capacidad de alimentarse a sí misma y a sus comunidades —lo que sin duda revertiría la expansión de los barrios urbanos marginados, un elemento central de la crisis alimentaria. Ya es hora de tomar en serio y poner en práctica las propuestas de las organizaciones campesinas. Si no valoramos la enorme urgencia de producir nuestros propios alimentos, sea en el campo o en la ciudad, el suicidio planetario en que están embarcados los especuladores (para los que un billete fácil es más importante que el hecho de que haya gente sin mañana) nos arrastrará sin miramientos.
Durante décadas, el bm y el fmi impusieron a los países pobres políticas para liberalizar el comercio y realizar “ajustes estructurales”. Esas prescripciones fueron reforzadas al establecerse la omc a mediados de los noventa y ahora con el aluvión de tratados bilaterales de libre comercio e inversión. Esto, más otras medidas, provocan el despiadado desmantelamiento de aranceles y otras herramientas que los países en desarrollo crearon para proteger su producción agrícola local. Los países son obligados a abrir sus mercados a la agroindustria mundial y a los alimentos subvencionados que los países ricos exportan. Las tierras fértiles dejan de servir a los mercados locales de alimentos por producir cultivos de exportación mundiales o cultivos fuera de estación, de alto valor para los supermercados de las grandes urbes. Numerosos países pobres se vuelven importadores netos de alimentos.
Uno de los aspectos más inmorales de la crisis alimentaria es el lucro espectacular que el mercado ha permitido que tengan las grandes agroempresas y los especuladores. Son pocos los agricultores que perciben algún beneficio por el aumento de los precios.
En el primer trimestre de 2008, mientras el hambre cundía en países ricos y pobres, las empresas obtuvieron ganancias sin precedentes en todos los eslabones de la cadena alimentaria —agroquímicos, semillas, transporte, procesado, comercio.
La mitad del trigo comercializado en la bolsa de Chicago está controlada por fondos de inversión. En la bolsa de futuros agrícolas de Tailandia, la especulación sobre el arroz ha triplicado, en un año, el número promedio de contratos diarios y los fondos de cobertura y otras especulaciones representan la mitad de los contratos diarios. Toda esta actividad especulativa está haciendo subir los precios por las nubes. Toda burbuja es inestable y está destinada a explotar, con resultados imprevisibles. Los gobiernos y los organismos internacionales, con pocas excepciones, difícilmente hablan de estas maniobras ni hay la pretensión visible de lidiar con ellas.
En contraste, los sindicatos y las organizaciones de agricultores insisten en una regulación y control adecuados, en especial porque los productores y los consumidores son los grupos más afectados. En sus reclamos de soberanía alimentaria los movimientos sociales nos urgen a dar prioridad a los mercados locales y regionales poniendo freno al dominio de los mercados internacionales y las empresas que los controlan; suspender o desmantelar el Acuerdo sobre Agricultura de la omc; mejorar la distribución de los recursos; establecer reservas estratégicas nacionales; alentar nuevos tipos de competencia que inhiban la formación de monopolios; investigar la especulación en los mercados de básicos y adoptar medidas para controlarla.
Luego está la agricultura misma. La crisis alimentaria le da pretextos a los proponentes de la vieja Revolución Verde para pedir más de los mismos paquetes verticalistas y homogenizantes de semillas, fertilizantes y agroquímicos.
No es por desabasto sino por los precios tan altos que tanta gente se ha perjudicado. Aumentar la producción no resolverá esta cuestión, si significa aumentar los costos de producción o si dicha producción, a fin de cuentas, es controlada, acaparada y mediatizada desde sus orígenes por las grandes agroempresas. ¿De qué nos sirven todos los silos atiborrados de cereales si tienden a ser transgénicos, están plagados de agroquímicos y los controlan los especuladores? (Así parece quejarse el Grupo etc en su más reciente informe. Y su queja es pertinente en extremo.) Son necesarios entonces otros alimentos, unos que la gente cuide, cultive, trabaje, gestione y valore en sus propios espacios, y no los alimentos que producen en gran escala las grandes empresas ligadas a redes de todo tipo de manipulaciones que les agregan nocividad biológica y social con tal de lucrar.
Las variedades de alto rendimiento de alimentos básicos por las que tanto entusiasmo tienen el Grupo Consultivo para la Investigación Agrícola Internacional (cgiar), la FAO y la mayoría de los ministerios agrícolas, requieren más agrotóxicos basados en petróquímica, los cuales han sufrido tales alzas de precios que los colocan fuera del alcance de numerosos agricultores. Y los agroquímicos son una de las causas principales de los gases con efecto de invernadero. Es la agricultura industrial, sobre todo, la responsable de esos agrotóxicos. Echar más en suelos ya agotados, como predican los militantes de la Revolución Verde, no hará sino extremar el caos climático y la destrucción de la vida de los suelos.
Hay estudios científicos que demuestran que los métodos campesinos pueden ser más productivos y sustentables que la agricultura industrial. Con el debido apoyo, esos sistemas agrícolas locales basados en los saberes indígenas, enfocados en conservar suelos saludables y fértiles, organizados en torno a una utilización amplia de la biodiversidad disponible localmente, nos muestran formas de salir de la crisis alimentaria.
Es vital entonces comenzar a hablar con las comunidades locales de todo el mundo. Impugnar y ponerle fin a la criminalización de la diversidad, para que los agricultores puedan acceder, desarrollar e intercambiar semillas, saberes, experiencias y prácticas libremente.
Pero no podemos esperar a que los gobiernos dejen de promover a las agroempresas y a los mercados de exportación y comiencen a proteger y reverenciar las técnicas, los saberes y capacidades de los pueblos.
Es claro que quienes no somos del gobierno ni del sector empresarial necesitamos unirnos más que nunca para construir nuevas confianzas y frentes de acción, no solamente para encontrar soluciones a los problemas inmediatos de la crisis alimentaria sino para construir soluciones de largo plazo —sobre todo buscando un cambio en las relaciones entre quienes gobiernan y quienes son gobernados, que ponga en primer lugar las necesidades de los sectores pobres rurales y urbanos, y el cuidado radical de nuestro futuro común. Nuestros sistemas agrícolas y alimentarios deben ser más justos, más ecológicos y verdaderamente efectivos si han de alimentar a los pueblos. Ya no podemos esperar o confiar en soluciones prefabricadas. Debemos crear esos sistemas mas justos ahora, colectivamente.

viernes, 1 de agosto de 2008

Guía roja y verde de alimentos transgénicos

Vía Boletín Fundación Ecología y Desarrollo
Greenpeace. 4ª edición – Actualización 6 de junio de 2008.Lista VERDE: Incluye aquellos productos cuyos fabricantes han garantizado a Greenpeace que no utilizan transgénicos –ni sus derivados– en sus ingredientes o aditivos.
Lista ROJA: Incluye aquellos productos para los cuales Greenpeace no puede garantizar que no contengan transgénicos. Se trata de:
1. productos cuyos fabricantes no garantizan a Greenpeace ausencia de transgénicos –o sus derivados– en sus ingredientes o aditivos.2. productos para los cuales los análisis de laboratorio han detectado transgénicos3. productos en cuya etiqueta figura que contienen transgénicos o derivados.
Ver documento: http://www.greenpeace.org/raw/content/espana/reports/gu-a-roja-y-verde.pdf